La vida es una mierda, ¿saben ustedes? Supongo que es una característica del tiempo, del transcurrir del tiempo. Sí, yo también fui joven, apasionado y enamorado de muchas cosas, interesado por lo que me rodeaba y motivado por conocer algo de muchas cosas y todo de algunas de ellas. En concreto, yo también fui un gran “friki” de los coches. Ya saben, les sonará mucho: el típico chaval que desde pequeño se aprende las marcas de los coches, que va mirando por las ventanillas cuánto marcan los velocímetros y cuántos km tenía cada coche, que aprendía las matrículas más recientes, conocía cada detalle del Ferrari SuperFast 3000 y soñaba de mayor con tener un Seat 1430, pero el Especial 1800, que ese sí corría.

Sí, yo era ése (uds lo auto-recordarán) que se sacó el carné enseguida que pude y a la primera, que en cuanto pude me compré un coche, un R-5 que tuneé modestamente con mis mínimas posibilidades económicas y que soñaba con un Opel Calibra, pero el turbo, que daba más caballos de los que prometía, según todos los bancos de potencia de las revistas, mientras me sabía de carrerilla las características del Porsche 911 GT3.

Yo también era ese (sí, ustedes también lo hacían) que se sabía casi de memoria la lista de precios de todos los coches a la venta, el amigo al que todos preguntaban qué coche comprar, y que les decía de carrerilla qué tenía de bueno y malo cada opción que contemplaban, que tenía ya dos estanterías llenas de revistas, mientras cambiaba a mi cuarto coche, con motor molinillo de 7 mil rpm, a la vez que conseguía guardar el anterior, un 205 D, con la modesta intención de tener mi propia colección de coches, mientras consideraba, cómo no, que Alfa Romeo era prácticamente la cuna del automovilismo mundial “pata negra”, Ferrari incluida.

También llegué a ser aquel (se siguen viendo en el espejo, ¿a que sí? O ya no tanto) que, tras por fin comprar el Alfa Romeo que mi economía y mis obligaciones familiares me permitían (mi querida vecchia signora), que añadí al utilitario turbodiésel y al avejentado 205, empecé a interesarme por los clásicos, con lo cual un ¿flamante? vehículo del 71 pasó a engrosar la «colección», mientras era capaz de poner en orden de potencia, cilindrada y velocidad los diez coches más potentes del mundo, pero ya sabía que el futuro iba por desgracia a ser eléctrico, pero por suerte no lo llegará a ser.

Y finalmente llegué a ser (¿hasta aquí ya no llegan ustedes? Quizá mejor así) quien añadió al lote un capricho descapotable y prestacional, y algo después un clásico de postín (una afamaba berlina alemana de nosécuántos años), mientras la puta (¿se pueden aquí decir tacos?) vida me había ya enredado con sus trampas, sus complicaciones y su absorción mental de todo mi tiempo y recursos. He llegado a ser, ya uds no quizá no sepan de esto, el que tenía seis coches en el garaje pero solo usaba uno, y porque era para trabajar, mientras el frenético ritmo de actualización del motor se me quedaba tan grande, tan ancho y tan profundo, que ya no sabía ni qué motor lleva el último Lamborghini, ni siquiera cuál es el último, ni por qué versión va el Golf, ni, por supuesto, si los coches llevan ya motor térmico o eléctrico.

Llegué a ser el que, tan absorto por pelearme y desembarazarme del abrazo de esta vida mortal, cuando quise darme cuenta, ni me interesaban los coches, ni sabía ya nada de ellos, ni quería hacer el mínimo esfuerzo por volver a acercarme a este mundo.

La vida lo consiguió: me quitó una de mis grandes pasiones, quizá la mayor. Me golpeó, me arrastró, me zarandeó. Me puso una rata a un centímetro de la cara hasta que grité “odio los coches”, y luego me la acercó aún más hasta que sus dientes rozaban mi piel, hasta que chillé “¡¡no me importan absolutamente nada los coches!!”. Me domesticó y me vulgarizó. Me robó mi identidad, mi yo mismo.

Pero he decidido volver. O al menos intentarlo.

La vida es una mierda, pero me importa una mierda. O eso creo. Qué cojones, estoy convencido de ello.